Libro: Anne Rice , Armand
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Decían que una niña había muerto en el último piso. Habían encontrado su
ropa en la pared. Yo quería subir allí, tumbarme junto a la pared y estar solo.
Habían visto algunas veces al fantasma de la niña, pero ninguno de esos
vampiros podía ver a espíritus, al menos no como los veía yo. Da lo mismo, no era
la compañía de la niña lo que yo buscaba, sino estar en ese lugar.
No ganaba nada permaneciendo junto a Lestat. Yo había acudido
puntualmente; había cumplido mi propósito. No podía ayudarle.
Sus ojos de mirada fija, inmóviles, me ponían nervioso. Me sentía sereno y
rebosante de amor hacia mis seres queridos, mis criaturas humanas, mi pequeño
Benji de pelo oscuro y mi dulce y esbelta Sybelle, pero aún no era lo
suficientemente fuerte para llevármelos conmigo.
Salí de la capilla sin reparar siquiera en quién estaba allí. Todo el convento se
había convertido en la morada de vampiros. No era un lugar desordenado, ni
abandonado, pero no me fijé en los seres que había en la capilla cuando me
marché.
Lestat seguía tendido en el suelo de mármol de la capilla, frente a un
gigantesco crucifijo, de costado, con las manos inertes, la izquierda justo debajo de
la derecha. Sus dedos rozaban levemente el mármol, como si lo tanteara, aunque
no era así. Tenía los dedos de la mano derecha crispados, formando un pequeño
hueco en la palma sobre la que incidía la luz, lo cual también parecía encerrar algún
significado, pero no significaba nada.
Se trataba simplemente de un cuerpo sobrenatural que yacía privado de
voluntad, exangüe, tan inerte como su rostro, cuya expresión parecía
asombrosamente inteligente, teniendo en cuenta los meses durante los cuales
Lestat no había movido un músculo.
Las grandes vidrieras se habían cubierto para que la luz del alba no le hiriera.
Por la noche resplandecían a la luz de las maravillosas velas colocadas alrededor de
las hermosas estatuas y reliquias que abundaban en ese otrora santo y bendito
lugar. Unos niños mortales habían asistido a misa bajo este elevado techo; un
sacerdote había entonado ante el altar las palabras en latín.
Ahora era nuestro, pertenecía a Lestat, el hombre que yacía inmóvil sobre el
suelo de mármol. Hombre, vampiro, criatura de las tinieblas. Cualquiera de estos
apelativos sirve para describirle.
Al volver la cabeza para observarlo, me sentí como un niño. Eso es lo que
soy. Esta definición me cuadra como si fuera el único rasgo que contuviera mi
código genético.
DESCARGAR
ropa en la pared. Yo quería subir allí, tumbarme junto a la pared y estar solo.
Habían visto algunas veces al fantasma de la niña, pero ninguno de esos
vampiros podía ver a espíritus, al menos no como los veía yo. Da lo mismo, no era
la compañía de la niña lo que yo buscaba, sino estar en ese lugar.
No ganaba nada permaneciendo junto a Lestat. Yo había acudido
puntualmente; había cumplido mi propósito. No podía ayudarle.
Sus ojos de mirada fija, inmóviles, me ponían nervioso. Me sentía sereno y
rebosante de amor hacia mis seres queridos, mis criaturas humanas, mi pequeño
Benji de pelo oscuro y mi dulce y esbelta Sybelle, pero aún no era lo
suficientemente fuerte para llevármelos conmigo.
Salí de la capilla sin reparar siquiera en quién estaba allí. Todo el convento se
había convertido en la morada de vampiros. No era un lugar desordenado, ni
abandonado, pero no me fijé en los seres que había en la capilla cuando me
marché.
Lestat seguía tendido en el suelo de mármol de la capilla, frente a un
gigantesco crucifijo, de costado, con las manos inertes, la izquierda justo debajo de
la derecha. Sus dedos rozaban levemente el mármol, como si lo tanteara, aunque
no era así. Tenía los dedos de la mano derecha crispados, formando un pequeño
hueco en la palma sobre la que incidía la luz, lo cual también parecía encerrar algún
significado, pero no significaba nada.
Se trataba simplemente de un cuerpo sobrenatural que yacía privado de
voluntad, exangüe, tan inerte como su rostro, cuya expresión parecía
asombrosamente inteligente, teniendo en cuenta los meses durante los cuales
Lestat no había movido un músculo.
Las grandes vidrieras se habían cubierto para que la luz del alba no le hiriera.
Por la noche resplandecían a la luz de las maravillosas velas colocadas alrededor de
las hermosas estatuas y reliquias que abundaban en ese otrora santo y bendito
lugar. Unos niños mortales habían asistido a misa bajo este elevado techo; un
sacerdote había entonado ante el altar las palabras en latín.
Ahora era nuestro, pertenecía a Lestat, el hombre que yacía inmóvil sobre el
suelo de mármol. Hombre, vampiro, criatura de las tinieblas. Cualquiera de estos
apelativos sirve para describirle.
Al volver la cabeza para observarlo, me sentí como un niño. Eso es lo que
soy. Esta definición me cuadra como si fuera el único rasgo que contuviera mi
código genético.
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